jueves, 13 de marzo de 2014

Las veinte cargas de maíz

Las veinte cargas de maíz

Hace muchos años un señor y su hijo fueron en busca de 
trabajo de Aramberri a Tamaulipas. Regresaron de allá 
con veinte burros cargados de maíz.

En el camino se les hizo de noche. Descargaron los burros,
los sujetaron y amarraron las veinte cargas de maíz, todas 
juntas, a un tronco grande. Después, prendieron una lumbre
para cenar y poco más tarde se acostaron más allá de donde
habían dejado las cargas de maíz.

A la mañana siguiente, antes de que llegara la luz del día,
se levantaron, almorzaron y se fueron a traer los burros 
para darles de comer. En seguida buscaron las cargas de
maíz para echárselas a los burros, pero no las encontraron.
Sólo hallaron un rastro muy grande.

El señor y su hijo reunieron los burros y siguieron el ras-
tro de las cargas. Después de varias horas de camino encon-
traron una víbora muy grande que llevaba todas las cargas 
de maíz. Entonces se dieron cuenta de que habían amarrado
las cargas no a un tronco, sino a la víbora. Cuando el 
animal tuvo hambre, en la noche, se fue a buscar comida
y se llevó arrastrando las veinte cargas de maíz.

Cuenta la leyenda que el rastro que dejó la víbora con 
las cargas de maíz es actualmente el camino que va de 
Aramberri a la Boquilla.


El asno y el buey

El asno y el buey

Un ganadero muy rico tenía un gran rancho, donde había
animales de toda clase. En una misma cuadra del rancho
tenía a un buey y a un asno. Cierto día, entre los dos 
animales hubo una conversación muy curiosa.

—Te tengo envidia —comenzó el buey— al ver lo mucho
que descansas y lo poco que trabajas. Un mozo te cuida,
te dan buena cebada  de comer y agua pura y cristalina
de beber. Si no llevaras al amo a esos viajecitos cortos 
que hace, te pasarías la vida en la más completa dicha
y felicidad. En cambio a mí, al buey, me tratan de distinta
manera, y mi condición es tan desgraciada como agradable
la tuya. Al salir el sol me atan a una carreta o a una yunta
y trabajo todo el santo día, hasta que las  fuerzas se me 
acaban. Además, el labrador no deja de castigarme, y por
las noches me dan de comer hojas secas de pastura.
¿Ya ves por qué te envidio, amigo?

—Con razón tienen fama de tontos tú y todos los de tu 
especie —le contestó el asno—. Dan la vida en beneficio 
de los hombres y no le sacan provecho a sus facultades.
Cuando te quieran amarrar al arado, ¿por qué no das unas
cuantas cornadas y unos  mugidos que asusten a los hom-
bres? ¿Por qué no te echas al suelo y te niegas a caminar? 
Si sigues mis consejos verás qué bonito  te va a ir. Me
estarás agradecido.

Al día siguiente, el labrador fue por el buey para empezar a 
trabajar. Sólo que el buey siguió los consejos del asno: dio
tremendos mugidos, se echó, no quiso pararse y amenazó al
labrador con cornearlo. El labrador creyó que el animal 
estaba enfermo y fue a contarle al ganadero.

El ganadero le dijo que entonces llevara al asno y lo asegura-
ra para ponerlo a trabajar todo el día. Sin pensarlo dos veces,
el labrador lo hizo. El asno tiró del arado y la carreta todo 
el día, y recibió tantos palos y latigazos que cuando volvió
a la cuadra por la noche no podía ni caminar. En cuanto llegó,
el buey se le acercó.

—Gracias por todos los consejos que me diste —le dijo.

El asno se quedó callado, pero pensó: "Yo tengo la culpa de 
esto que pasó. Yo vivía muy contento y feliz, pero ahora, por
andar de hablador, el buey es el que goza de la vida. Si no 
se me ocurre algo para salir de esta situación, acabaré perdien-
do el pellejo". Medio muerto de cansancio, el asno se dejó
caer en la paja.

—De aquí en adelante —siguió hablando el buey— siempre
voy a hacer lo que me aconsejaste, amigo asno. Fingiré que
voy a  dar cornadas a todo el que se arrime.

—Está bien —dijo el asno, y suspiró— pero te voy a decir lo 
que oí platicar al amo. Como cree que estás muy enfermo y ya
no puedes caminar ni trabajar en el campo, te va a vender.
Mañana vendrá un carnicero a comprarte para hacer carnitas 
y chicharrones, filetes y bisteces.

El buey, al escuchar eso, dio tremendo mugido. El asno 
comprendió que lo que había inventado iba a resultar en
su favor. Desde ese momento estuvo seguro de que las 
cosas serían igual que antes.

Al día siguiente, ¿quién cree usted que se quedó 
descansando todo el día?


Recopilador: Moisés Leija Leija.

El sastrecillo valiente

EL SASTRECILLO VALIENTE

Un sastrecíllo estaba merendando tostadas con mermelada en su taller cuando un enjambre de moscas se acercó a comerse el dulce.
Al sastrecillo le encantaba la mermelada
y se enfadó viendo tantas moscas posadas
sobre su merienda. Cogió un matamoscas
y pegó con tan mal genio y tanta fuerza que
mató a siete moscas a la vez de un solo
golpe. Orgulloso de tal éxito, el joven salió
a la calle muy contento gritando a cuantos
quisieran oírle: -¡Siete de un golpe, he matado a siete
de un golpe!
Y las gentes se admiraban pensando que
hablaba de siete personas en lugar de siete
moscas y que por lo tanto el humilde
sastrecillo era un hombre fuerte
y valiente como pocos.
Tanto repitió el sastrecillo su proeza y tanto
le vitoreaba la gente, que al final él mismo
terminó por creerse valeroso
y lleno de poder.
-Un hombre como yo
-dijo- no debe desperdiciar su tiempo
cosiendo tontos vestidos.
Debería irme a buscar fortuna y aventuras.
Y de este modo, cerró su taller, compró un
queso para comer por el camino y se
marchó de la aldea pensando recorrer
el mundo y protagonizar hazañas, de tal
modo que su fama siempre le precediera.
Cuando llevaba unas horas caminando se encontró con un gigante que le gritó:
-¡Lárgate de mi vista, enano!
-No sabes con quién estás hablando
-respondió el sastrecillo-, yo sólo
he matado a siete de un golpe.
-¿De verdad? -dijo el gigante con un tono
de burla-, pues a ver si eres capaz
de hacer esta hazaña.
Y cogió una piedra / la apretó con tal fuerza,
que al final sacó dos gotas de agua.
El sastrecillo disimuló como si cogiera
una piedra, pero en realidad cogió
el queso que llevaba y le exprimió
todo el jugo, de modo que salieron
diez o doce gotas.
Dejó al gigante asombrado y siguió su
camino hasta llegar al castillo de un rey.
Todo el pueblo estaba preocupado por la
presencia de dos violentos gigantes que
destrozaban las cosechas y maltrataban
a los habitantes y hacía tiempo que buscaban
un héroe capaz de hacerles frente.
-Entonces yo soy vuestro hombre
-dijo el sastrecillo al rey-, porque debéis
saber que yo solo he matado a siete de
un golpe y esta misma mañana he vencido
a un gigante. El rey no creía posible que
un hombre tan pequeño tuviera tanta fuerza,
pero no perdía nada probando
y le encomendó la misión.
-El hombre -añadió el rey- que consiga
vencer a los gigantes se casará con mi hija.
Y el sastrecillo miró a la princesa viendo
que era muy bonita y simpática.
Con gran ánimo se internó en el bosque
y pronto encontró a los dos gigantes que
asolaban la región. Ambos estaban dormidos
bajo un frondoso árbol y roncaban
con fuerza. El sastrecillo recogió varias
piedras y aprovechó que no podían verle
para subirse al árbol sigilosamente.
Una vez arriba dejó caer sobre uno
de los gigantes la piedra más gorda,
aunque para él sólo era un guijarro
molesto que le despertó.
-¡Eh, tú! -se quejó el primer gigante a su compañero- ¡Deja de lanzarme piedras mientras duermo! -¡Yo no te he tirado ninguna piedra! -respondió el otro. Y volvieron a dormirse. Pero el sastrecillo siguió tirando piedras desde lo alto del árbol hasta que el primer gigante, verdaderamente irritado, respondió tirando piedras a su compañero. Cada uno estaba seguro de que el otro
mentía y cada uno  se encolerizó
de tal manera, que
terminaron empujándose
y discutiendo, para pasar
a pelearse seriamente
en una batalla sin 
cuartel.
Tan dura fue la pelea, que los gigantes empezaron a darse golpes lo demasiado
fuertes como para terminar ambos en el suelo, fuera de combate. Entonces el sastrecillo regresó al pueblo gritando su triunfo y exponiendo a los habitantes
los maltrechos gigantes.
Pero el rey quiso poner otra prueba
al sastrecillo y le pidió que capturase
a un unicornio verdaderamente feroz que
destrozaba todas las cosechas.
El sastrecillo volvió a internarse en el bosque
hasta encontrarlo. En cuanto el unicornio
lo vio echó a correr hacia él, levantando
el cuerno en posición de ataque. El sastrecillo
se colocó frente a un grueso árbol y esperó.







lunes, 10 de marzo de 2014

El lobo y los pasteles


EL LOBO Y LOS PASTELES

Apenas repuesto de los palos, nuestro lobo dijo al zorro, al que había convertido poco menos que en su prisionero:
—Tendrás que procurarme comida, a menos que me desayune con tus costillas.
—¡Ni se te ocurra! Me he enterado de que el cocinero de palacio está preparando pasteles para el  banquete de mañana. Anda, vamos alia.
El zorro, astutamente, se introdujo en palacio y descubrió la ventana donde estaban enfriándose los pasteles, tomando unos cuantos se los arrojó al lobo.
—¡Pues sí que están ricos, pero me saben a poco!
Llevado de su gula, sin ninguna precaución, saltó a la ventana. Pero como tirase uno de los platos le oyó el cocinero, que corriendo hacia él con una sartén de aceite hirviendo, se la arrojó sobre el lomo.
—¡Ay de mí! —gimió el lobo, una vez
a salvo—. ¿Es que no van a dejarme comer tranquilamente?
—Amigo, tu gula te ha perdido. A ver si escarmientas.


sábado, 8 de marzo de 2014

El oso y sus nuevos amigos

EL OSO Y SUS NUEVOS AMIGOS

Nuestro oso, que estaba por fastidiar, no cesaba de molestar a los gorrioncitos, que acabaron por hartarse. Así que decidieron darle una lección y, con sus picotazos desde las orejas a la cola, empezaron a ponerle nervioso, pues alzaban el vuelo cuando el grandón pretendía vengarse. Un día, éste se dijo:
—Me haré el dormido y cuando se acerquen, me los zamparé a todos.
Pero no contaba con la astucia de las avecillas. Cuando le vieron dormido, fueron a hablar con sus amigas las abejas, a las que pidieron un panal prestado lleno de abejas y abejorros. Aprovechan-
do que tenía los ojos cerrados, se lo lanzaron a la cabeza. Enloquecido por los picotazos, el oso no tuvo más remedio que correr y meterse de cabeza en el río.
Entonces las abejas dejaron de perseguirle. Cuando pudo salir, ayudado por el gato y los pajarillos, comprendió su mal comportamiento.
—Si quisierais perdonarme, podríamos ser amigos.
—Perdonado —gritaron todos, tan contentos.
Además de no tener que arrepentirse, en adelante pasaron muy buenos ratos todos juntos.

viernes, 7 de marzo de 2014

El Rey León

EL REY LEÓN

Los primeros rayos del sol de la mañana iluminaron una inmensa llanura, llena de hierba altísima, esparcida en pequeños grupos de árboles ramificados y sombríos.
Al centro de la extensión se levantaba un grupo de mayor altura que los otros y bajo sus largas ramas nudosas, se desarrollaba una escena solemne y cargada de significado. Farasa, el rey león y Marabi, la reina, estaban presentando a su pequeño príncipe, nacido pocas horas antes a todos sus súbditos:"¡Les presentamos a su futuro rey!", decía, "¡Simba, este maravilloso cachorro!"... Farasa se sentía orgulloso de su hijo y lo llevó con él, para que conociera todo el reino.
Simba acompañaba a su padre muy contento haciendo preguntas: "¿Cómo se llama este árbol? -¿Y éste animalito?". En tanto Farasa entre una respuesta y otra, había llevado a Simba a la cima de una alta colina, porque desde ahí se podía, de una sola mirada, observar toda la llanura. "Mira: -dijo Farasa-todo lo que ves hasta donde se esconde la luz del sol, es mi reino, el mismo que un día será tuyo. Todas las creaturas que lo habitan son nuestros subditos". Simba quedó pensativo, y luego volvió a preguntar: "Y esa otra luz, ¿qué cosa es?". "Esas son las tierras extranjeras, donde no tenemos poder, son por lo consiguiente muy peligrosas, debes prometerme que
no andarás por allí". Simba lo
prometió enseguida, y juntos se
encaminaron a su guarida.
A pocos pasos se encontraron
con Raja, la pequeña leona,
gran amiga de Simba, que junto
con su madre se dirigían hacia su
madriguera. Simba
la llamó de inmediato, diciendo:
"¡Te apuesto que yo soy más veloz
que tú!", y se escapó, para ser
perseguido por Raja, que era
más delgada y más ágil. Después de
haber saludado a las leonas,
Farasa se fue por otro lado,
encontrándose casualmente con
su hermano Diabu, que planeaba matar
al rey y al pequeño Simba para
apoderarse del reino. Apenas vio Diabu
al pequeño, se lanzó hacia él por ser el
más indefenso, pero Farasa
cubrió el ataque con su propio cuerpo. De aquí surgió una lucha furibunda, que a cada instante parecía terminar con la derrota ahora de uno, ahora del otro contendiente. En un momento, el terreno cedió bajo los pies de Farasa y el padre del pequeño quedó colgando de la roca aferrado solamente con las garras de sus patas delanteras. Diabu, maligno se acercó diciendo: "¿Qué me ofreces para salvarte la vida?", y sin dejar hablar a Farasa, le hundió sus propias garras en las patas de su hermano provocando su caída al vacío. Diabu se dirigió amenazador hacia Simba, todavía atontado por la pérdida del padre, y le rugió: "¡Vete para siempre de esta tierra,
porque ahora regresaré al gran claro del bosque, y les contaré a todos que mientras tu padre resbalaba accidentalmente por el barranco, tu por hacerte enseguida Rey, no moviste ni un dedo para salvarlo... serás deshonrado y muerto!". Simba caminó triste y solitario por varios días, y cuando finalmente se sintió cansado y sin fuerzas, se acostó a la sombra de una gran acacia, durmiéndose al instante. Al despertar, tuvo una extraña sorpresa; alguien lo estaba acariciando y una dulce voz lo consolaba: "Duerme querido leoncito, y no te preocupes nunca jamás de nada; ahora me ocuparé yo de tí", Simba levantó la vista y se dio cuenta de que el que le estaba hablando no
era otro sino el árbol bajo el cual pasó durmiendo la tarde anterior. Esta era una acacia sabia y vieja, que había aprendido a hablar y con sus ramas nudosas se ayudaba para recoger objetos, colocar pájaros en el nido y ahora, consolar a Simba. El leoncito se quedó en compañía de este mágico árbol largos años, creciendo y fortaleciéndose, procurando no pensar en aquel tristísimo episodio que lo había llevado tan lejos, tratando de sentirse bien y feliz. Un día, mientras estaba gozando el calor del sol de la tarde, fue agredido por sorpresa por una delgada y ágil leona que andaba en busca de sustento. Simba trató de escapar pero pronto fue alcanzado y derribado.
Cuando la leona estaba por lanzar la dentellada, Simba le lamió afectuosamente su morro, diciendo: "¡Te he reconocido! tú eres Raja, ¡Mírame, soy yo, tu amigo Simba!". Entonces también Raja lo reconoció, y a su vez lo cubrió de caricias. "¡Diabu dijo que estabas muerto!", dijo Raja, además le contó de cómo bajo el dominio del malvado Díabu se agotó la provisión de víveres y toda la naturaleza se volvió en su contra. Lleno de orgullo e indignación, Simba se despidió de su amiga la acacia y le pidió a Raja acompañarlo al claro del bosque. Al llegar, increpó así a Diabu: "Me has alejado con engaño, y has subyugado todo el valle con tu arrogancia y tu maldad. ¡Ahora tiembla Diabu porque desde hoy esta tierra no te pertenecerá ya más!". Dicho esto, se lanzó en su contra con tal Ímpetu que sus garras se clavaron en su espalda dejándole una profunda herida como eterno recuerdo de la derrota, Diabu se alejó velozmente y no regresó nunca mas. Simba se acercó a Raja, la miró dulcemente y le dijo: "Desde hoy reinaré según el deseo de mi padre y todos mis subditos no deberán padecer carencias o sequías. Y tú, dulce Raja ¿Quieres ser mi reina?". Raja bajó conmovida la mirada, y juntos, se alejaron felices por la montaña.







La lechuza tramposa


LA LECHUZA TRAMPOSA


Erase una lechuza que vio en un palomar a unas palomitas muy bien alimentadas y se dijo:
—¡Ea!, me pintare toda de blanco y me iré a vivir con ellas. Asi no me faltará de nada.
Las palomas no reconocieron a la intrusa, mientras estuvo sin abrir el pico, hasta que un día se olvidó del papel que representataba y chilló como la lechuza que era. Las palomas la echaron a picotazos del palomar.
Desconcertada, regresó a la torre de la iglesia, pero sus compañeras reconocieron su plumaje blanco y la arrojaron de su lado. Así, por sus malas artes,
 la pobre se encontró hasta sin su 
propio refugio.

Los Dos Ratones

LOS DOS RATONES

Cierto ratón de ciudad fue a visitar a un pariente que vivía en el campo. Este le alojó en su casa y le ofreció de su comida que consistía en bellotas y habas. El ratón de ciudad, desdeñoso, dijo al campesino:
—Primo, vente conmigo a la ciudad, que se vive mejor.
El ratón de campo aceptó la invitación y juntos llegaron a la bien provista despensa de un palacio.
—Come todo lo que quieras, pues ya ves que no falta nada. Aquí se vive como un príncipe.
Estaban ambos en lo mejor del banquete, cuando la puerta se abrió bruscamente y los ratoncillos tuvieron que huir para salvar la vida. El ratón campesino, que no conocía los escondrijos de la
casa, pasó un susto espantoso.
Cuando se marchó la cocinera, dijo el ratón ciudadano.
—Tendrás que acostumbrarte al peligro, primo, puesto que puedes vivir opíparamente.
—¿Sí, eh? Quédate con todas tus maravillas, que yo vivo muy tranquilo en el
campo, sin ningún peligro. Y tú, con la panza bien llena, caerás un día en una ratonera o en el estómago de un gato. No cambio mi pobreza por toda tu opulencia.