jueves, 13 de marzo de 2014

Las veinte cargas de maíz

Las veinte cargas de maíz

Hace muchos años un señor y su hijo fueron en busca de 
trabajo de Aramberri a Tamaulipas. Regresaron de allá 
con veinte burros cargados de maíz.

En el camino se les hizo de noche. Descargaron los burros,
los sujetaron y amarraron las veinte cargas de maíz, todas 
juntas, a un tronco grande. Después, prendieron una lumbre
para cenar y poco más tarde se acostaron más allá de donde
habían dejado las cargas de maíz.

A la mañana siguiente, antes de que llegara la luz del día,
se levantaron, almorzaron y se fueron a traer los burros 
para darles de comer. En seguida buscaron las cargas de
maíz para echárselas a los burros, pero no las encontraron.
Sólo hallaron un rastro muy grande.

El señor y su hijo reunieron los burros y siguieron el ras-
tro de las cargas. Después de varias horas de camino encon-
traron una víbora muy grande que llevaba todas las cargas 
de maíz. Entonces se dieron cuenta de que habían amarrado
las cargas no a un tronco, sino a la víbora. Cuando el 
animal tuvo hambre, en la noche, se fue a buscar comida
y se llevó arrastrando las veinte cargas de maíz.

Cuenta la leyenda que el rastro que dejó la víbora con 
las cargas de maíz es actualmente el camino que va de 
Aramberri a la Boquilla.


El asno y el buey

El asno y el buey

Un ganadero muy rico tenía un gran rancho, donde había
animales de toda clase. En una misma cuadra del rancho
tenía a un buey y a un asno. Cierto día, entre los dos 
animales hubo una conversación muy curiosa.

—Te tengo envidia —comenzó el buey— al ver lo mucho
que descansas y lo poco que trabajas. Un mozo te cuida,
te dan buena cebada  de comer y agua pura y cristalina
de beber. Si no llevaras al amo a esos viajecitos cortos 
que hace, te pasarías la vida en la más completa dicha
y felicidad. En cambio a mí, al buey, me tratan de distinta
manera, y mi condición es tan desgraciada como agradable
la tuya. Al salir el sol me atan a una carreta o a una yunta
y trabajo todo el santo día, hasta que las  fuerzas se me 
acaban. Además, el labrador no deja de castigarme, y por
las noches me dan de comer hojas secas de pastura.
¿Ya ves por qué te envidio, amigo?

—Con razón tienen fama de tontos tú y todos los de tu 
especie —le contestó el asno—. Dan la vida en beneficio 
de los hombres y no le sacan provecho a sus facultades.
Cuando te quieran amarrar al arado, ¿por qué no das unas
cuantas cornadas y unos  mugidos que asusten a los hom-
bres? ¿Por qué no te echas al suelo y te niegas a caminar? 
Si sigues mis consejos verás qué bonito  te va a ir. Me
estarás agradecido.

Al día siguiente, el labrador fue por el buey para empezar a 
trabajar. Sólo que el buey siguió los consejos del asno: dio
tremendos mugidos, se echó, no quiso pararse y amenazó al
labrador con cornearlo. El labrador creyó que el animal 
estaba enfermo y fue a contarle al ganadero.

El ganadero le dijo que entonces llevara al asno y lo asegura-
ra para ponerlo a trabajar todo el día. Sin pensarlo dos veces,
el labrador lo hizo. El asno tiró del arado y la carreta todo 
el día, y recibió tantos palos y latigazos que cuando volvió
a la cuadra por la noche no podía ni caminar. En cuanto llegó,
el buey se le acercó.

—Gracias por todos los consejos que me diste —le dijo.

El asno se quedó callado, pero pensó: "Yo tengo la culpa de 
esto que pasó. Yo vivía muy contento y feliz, pero ahora, por
andar de hablador, el buey es el que goza de la vida. Si no 
se me ocurre algo para salir de esta situación, acabaré perdien-
do el pellejo". Medio muerto de cansancio, el asno se dejó
caer en la paja.

—De aquí en adelante —siguió hablando el buey— siempre
voy a hacer lo que me aconsejaste, amigo asno. Fingiré que
voy a  dar cornadas a todo el que se arrime.

—Está bien —dijo el asno, y suspiró— pero te voy a decir lo 
que oí platicar al amo. Como cree que estás muy enfermo y ya
no puedes caminar ni trabajar en el campo, te va a vender.
Mañana vendrá un carnicero a comprarte para hacer carnitas 
y chicharrones, filetes y bisteces.

El buey, al escuchar eso, dio tremendo mugido. El asno 
comprendió que lo que había inventado iba a resultar en
su favor. Desde ese momento estuvo seguro de que las 
cosas serían igual que antes.

Al día siguiente, ¿quién cree usted que se quedó 
descansando todo el día?


Recopilador: Moisés Leija Leija.

El sastrecillo valiente

EL SASTRECILLO VALIENTE

Un sastrecíllo estaba merendando tostadas con mermelada en su taller cuando un enjambre de moscas se acercó a comerse el dulce.
Al sastrecillo le encantaba la mermelada
y se enfadó viendo tantas moscas posadas
sobre su merienda. Cogió un matamoscas
y pegó con tan mal genio y tanta fuerza que
mató a siete moscas a la vez de un solo
golpe. Orgulloso de tal éxito, el joven salió
a la calle muy contento gritando a cuantos
quisieran oírle: -¡Siete de un golpe, he matado a siete
de un golpe!
Y las gentes se admiraban pensando que
hablaba de siete personas en lugar de siete
moscas y que por lo tanto el humilde
sastrecillo era un hombre fuerte
y valiente como pocos.
Tanto repitió el sastrecillo su proeza y tanto
le vitoreaba la gente, que al final él mismo
terminó por creerse valeroso
y lleno de poder.
-Un hombre como yo
-dijo- no debe desperdiciar su tiempo
cosiendo tontos vestidos.
Debería irme a buscar fortuna y aventuras.
Y de este modo, cerró su taller, compró un
queso para comer por el camino y se
marchó de la aldea pensando recorrer
el mundo y protagonizar hazañas, de tal
modo que su fama siempre le precediera.
Cuando llevaba unas horas caminando se encontró con un gigante que le gritó:
-¡Lárgate de mi vista, enano!
-No sabes con quién estás hablando
-respondió el sastrecillo-, yo sólo
he matado a siete de un golpe.
-¿De verdad? -dijo el gigante con un tono
de burla-, pues a ver si eres capaz
de hacer esta hazaña.
Y cogió una piedra / la apretó con tal fuerza,
que al final sacó dos gotas de agua.
El sastrecillo disimuló como si cogiera
una piedra, pero en realidad cogió
el queso que llevaba y le exprimió
todo el jugo, de modo que salieron
diez o doce gotas.
Dejó al gigante asombrado y siguió su
camino hasta llegar al castillo de un rey.
Todo el pueblo estaba preocupado por la
presencia de dos violentos gigantes que
destrozaban las cosechas y maltrataban
a los habitantes y hacía tiempo que buscaban
un héroe capaz de hacerles frente.
-Entonces yo soy vuestro hombre
-dijo el sastrecillo al rey-, porque debéis
saber que yo solo he matado a siete de
un golpe y esta misma mañana he vencido
a un gigante. El rey no creía posible que
un hombre tan pequeño tuviera tanta fuerza,
pero no perdía nada probando
y le encomendó la misión.
-El hombre -añadió el rey- que consiga
vencer a los gigantes se casará con mi hija.
Y el sastrecillo miró a la princesa viendo
que era muy bonita y simpática.
Con gran ánimo se internó en el bosque
y pronto encontró a los dos gigantes que
asolaban la región. Ambos estaban dormidos
bajo un frondoso árbol y roncaban
con fuerza. El sastrecillo recogió varias
piedras y aprovechó que no podían verle
para subirse al árbol sigilosamente.
Una vez arriba dejó caer sobre uno
de los gigantes la piedra más gorda,
aunque para él sólo era un guijarro
molesto que le despertó.
-¡Eh, tú! -se quejó el primer gigante a su compañero- ¡Deja de lanzarme piedras mientras duermo! -¡Yo no te he tirado ninguna piedra! -respondió el otro. Y volvieron a dormirse. Pero el sastrecillo siguió tirando piedras desde lo alto del árbol hasta que el primer gigante, verdaderamente irritado, respondió tirando piedras a su compañero. Cada uno estaba seguro de que el otro
mentía y cada uno  se encolerizó
de tal manera, que
terminaron empujándose
y discutiendo, para pasar
a pelearse seriamente
en una batalla sin 
cuartel.
Tan dura fue la pelea, que los gigantes empezaron a darse golpes lo demasiado
fuertes como para terminar ambos en el suelo, fuera de combate. Entonces el sastrecillo regresó al pueblo gritando su triunfo y exponiendo a los habitantes
los maltrechos gigantes.
Pero el rey quiso poner otra prueba
al sastrecillo y le pidió que capturase
a un unicornio verdaderamente feroz que
destrozaba todas las cosechas.
El sastrecillo volvió a internarse en el bosque
hasta encontrarlo. En cuanto el unicornio
lo vio echó a correr hacia él, levantando
el cuerno en posición de ataque. El sastrecillo
se colocó frente a un grueso árbol y esperó.







lunes, 10 de marzo de 2014

El lobo y los pasteles


EL LOBO Y LOS PASTELES

Apenas repuesto de los palos, nuestro lobo dijo al zorro, al que había convertido poco menos que en su prisionero:
—Tendrás que procurarme comida, a menos que me desayune con tus costillas.
—¡Ni se te ocurra! Me he enterado de que el cocinero de palacio está preparando pasteles para el  banquete de mañana. Anda, vamos alia.
El zorro, astutamente, se introdujo en palacio y descubrió la ventana donde estaban enfriándose los pasteles, tomando unos cuantos se los arrojó al lobo.
—¡Pues sí que están ricos, pero me saben a poco!
Llevado de su gula, sin ninguna precaución, saltó a la ventana. Pero como tirase uno de los platos le oyó el cocinero, que corriendo hacia él con una sartén de aceite hirviendo, se la arrojó sobre el lomo.
—¡Ay de mí! —gimió el lobo, una vez
a salvo—. ¿Es que no van a dejarme comer tranquilamente?
—Amigo, tu gula te ha perdido. A ver si escarmientas.


sábado, 8 de marzo de 2014

El oso y sus nuevos amigos

EL OSO Y SUS NUEVOS AMIGOS

Nuestro oso, que estaba por fastidiar, no cesaba de molestar a los gorrioncitos, que acabaron por hartarse. Así que decidieron darle una lección y, con sus picotazos desde las orejas a la cola, empezaron a ponerle nervioso, pues alzaban el vuelo cuando el grandón pretendía vengarse. Un día, éste se dijo:
—Me haré el dormido y cuando se acerquen, me los zamparé a todos.
Pero no contaba con la astucia de las avecillas. Cuando le vieron dormido, fueron a hablar con sus amigas las abejas, a las que pidieron un panal prestado lleno de abejas y abejorros. Aprovechan-
do que tenía los ojos cerrados, se lo lanzaron a la cabeza. Enloquecido por los picotazos, el oso no tuvo más remedio que correr y meterse de cabeza en el río.
Entonces las abejas dejaron de perseguirle. Cuando pudo salir, ayudado por el gato y los pajarillos, comprendió su mal comportamiento.
—Si quisierais perdonarme, podríamos ser amigos.
—Perdonado —gritaron todos, tan contentos.
Además de no tener que arrepentirse, en adelante pasaron muy buenos ratos todos juntos.

viernes, 7 de marzo de 2014

El Rey León

EL REY LEÓN

Los primeros rayos del sol de la mañana iluminaron una inmensa llanura, llena de hierba altísima, esparcida en pequeños grupos de árboles ramificados y sombríos.
Al centro de la extensión se levantaba un grupo de mayor altura que los otros y bajo sus largas ramas nudosas, se desarrollaba una escena solemne y cargada de significado. Farasa, el rey león y Marabi, la reina, estaban presentando a su pequeño príncipe, nacido pocas horas antes a todos sus súbditos:"¡Les presentamos a su futuro rey!", decía, "¡Simba, este maravilloso cachorro!"... Farasa se sentía orgulloso de su hijo y lo llevó con él, para que conociera todo el reino.
Simba acompañaba a su padre muy contento haciendo preguntas: "¿Cómo se llama este árbol? -¿Y éste animalito?". En tanto Farasa entre una respuesta y otra, había llevado a Simba a la cima de una alta colina, porque desde ahí se podía, de una sola mirada, observar toda la llanura. "Mira: -dijo Farasa-todo lo que ves hasta donde se esconde la luz del sol, es mi reino, el mismo que un día será tuyo. Todas las creaturas que lo habitan son nuestros subditos". Simba quedó pensativo, y luego volvió a preguntar: "Y esa otra luz, ¿qué cosa es?". "Esas son las tierras extranjeras, donde no tenemos poder, son por lo consiguiente muy peligrosas, debes prometerme que
no andarás por allí". Simba lo
prometió enseguida, y juntos se
encaminaron a su guarida.
A pocos pasos se encontraron
con Raja, la pequeña leona,
gran amiga de Simba, que junto
con su madre se dirigían hacia su
madriguera. Simba
la llamó de inmediato, diciendo:
"¡Te apuesto que yo soy más veloz
que tú!", y se escapó, para ser
perseguido por Raja, que era
más delgada y más ágil. Después de
haber saludado a las leonas,
Farasa se fue por otro lado,
encontrándose casualmente con
su hermano Diabu, que planeaba matar
al rey y al pequeño Simba para
apoderarse del reino. Apenas vio Diabu
al pequeño, se lanzó hacia él por ser el
más indefenso, pero Farasa
cubrió el ataque con su propio cuerpo. De aquí surgió una lucha furibunda, que a cada instante parecía terminar con la derrota ahora de uno, ahora del otro contendiente. En un momento, el terreno cedió bajo los pies de Farasa y el padre del pequeño quedó colgando de la roca aferrado solamente con las garras de sus patas delanteras. Diabu, maligno se acercó diciendo: "¿Qué me ofreces para salvarte la vida?", y sin dejar hablar a Farasa, le hundió sus propias garras en las patas de su hermano provocando su caída al vacío. Diabu se dirigió amenazador hacia Simba, todavía atontado por la pérdida del padre, y le rugió: "¡Vete para siempre de esta tierra,
porque ahora regresaré al gran claro del bosque, y les contaré a todos que mientras tu padre resbalaba accidentalmente por el barranco, tu por hacerte enseguida Rey, no moviste ni un dedo para salvarlo... serás deshonrado y muerto!". Simba caminó triste y solitario por varios días, y cuando finalmente se sintió cansado y sin fuerzas, se acostó a la sombra de una gran acacia, durmiéndose al instante. Al despertar, tuvo una extraña sorpresa; alguien lo estaba acariciando y una dulce voz lo consolaba: "Duerme querido leoncito, y no te preocupes nunca jamás de nada; ahora me ocuparé yo de tí", Simba levantó la vista y se dio cuenta de que el que le estaba hablando no
era otro sino el árbol bajo el cual pasó durmiendo la tarde anterior. Esta era una acacia sabia y vieja, que había aprendido a hablar y con sus ramas nudosas se ayudaba para recoger objetos, colocar pájaros en el nido y ahora, consolar a Simba. El leoncito se quedó en compañía de este mágico árbol largos años, creciendo y fortaleciéndose, procurando no pensar en aquel tristísimo episodio que lo había llevado tan lejos, tratando de sentirse bien y feliz. Un día, mientras estaba gozando el calor del sol de la tarde, fue agredido por sorpresa por una delgada y ágil leona que andaba en busca de sustento. Simba trató de escapar pero pronto fue alcanzado y derribado.
Cuando la leona estaba por lanzar la dentellada, Simba le lamió afectuosamente su morro, diciendo: "¡Te he reconocido! tú eres Raja, ¡Mírame, soy yo, tu amigo Simba!". Entonces también Raja lo reconoció, y a su vez lo cubrió de caricias. "¡Diabu dijo que estabas muerto!", dijo Raja, además le contó de cómo bajo el dominio del malvado Díabu se agotó la provisión de víveres y toda la naturaleza se volvió en su contra. Lleno de orgullo e indignación, Simba se despidió de su amiga la acacia y le pidió a Raja acompañarlo al claro del bosque. Al llegar, increpó así a Diabu: "Me has alejado con engaño, y has subyugado todo el valle con tu arrogancia y tu maldad. ¡Ahora tiembla Diabu porque desde hoy esta tierra no te pertenecerá ya más!". Dicho esto, se lanzó en su contra con tal Ímpetu que sus garras se clavaron en su espalda dejándole una profunda herida como eterno recuerdo de la derrota, Diabu se alejó velozmente y no regresó nunca mas. Simba se acercó a Raja, la miró dulcemente y le dijo: "Desde hoy reinaré según el deseo de mi padre y todos mis subditos no deberán padecer carencias o sequías. Y tú, dulce Raja ¿Quieres ser mi reina?". Raja bajó conmovida la mirada, y juntos, se alejaron felices por la montaña.







La lechuza tramposa


LA LECHUZA TRAMPOSA


Erase una lechuza que vio en un palomar a unas palomitas muy bien alimentadas y se dijo:
—¡Ea!, me pintare toda de blanco y me iré a vivir con ellas. Asi no me faltará de nada.
Las palomas no reconocieron a la intrusa, mientras estuvo sin abrir el pico, hasta que un día se olvidó del papel que representataba y chilló como la lechuza que era. Las palomas la echaron a picotazos del palomar.
Desconcertada, regresó a la torre de la iglesia, pero sus compañeras reconocieron su plumaje blanco y la arrojaron de su lado. Así, por sus malas artes,
 la pobre se encontró hasta sin su 
propio refugio.

Los Dos Ratones

LOS DOS RATONES

Cierto ratón de ciudad fue a visitar a un pariente que vivía en el campo. Este le alojó en su casa y le ofreció de su comida que consistía en bellotas y habas. El ratón de ciudad, desdeñoso, dijo al campesino:
—Primo, vente conmigo a la ciudad, que se vive mejor.
El ratón de campo aceptó la invitación y juntos llegaron a la bien provista despensa de un palacio.
—Come todo lo que quieras, pues ya ves que no falta nada. Aquí se vive como un príncipe.
Estaban ambos en lo mejor del banquete, cuando la puerta se abrió bruscamente y los ratoncillos tuvieron que huir para salvar la vida. El ratón campesino, que no conocía los escondrijos de la
casa, pasó un susto espantoso.
Cuando se marchó la cocinera, dijo el ratón ciudadano.
—Tendrás que acostumbrarte al peligro, primo, puesto que puedes vivir opíparamente.
—¿Sí, eh? Quédate con todas tus maravillas, que yo vivo muy tranquilo en el
campo, sin ningún peligro. Y tú, con la panza bien llena, caerás un día en una ratonera o en el estómago de un gato. No cambio mi pobreza por toda tu opulencia.

miércoles, 19 de febrero de 2014

El Dos Pies

El Dos Pies

Entre los animales que habitan las llanuras del Mayab,
se encuentra Balam, el tigrillo.

Balam nació en una cueva y era la adoración de su ma-
dre, que lo cuidaba mucho y le daba todo.

Creció hermoso, fuerte y esbelto y, muy pronto, como
tigre que era, quiso valerse por sí mismo. Cierto día,
dijo a su madre:

—Quiero salir al mundo, porque ya me siento grande y
fuerte.

Mirándolo con ternura, su madre le contestó:

—Aún eres joven, y no todo en la vida se logra con fu-
erza. Es verdad que puedes defenderte de otros animales
parecidos a ti, o huir de ellos para que no te maten.
Pero hay un animal que no conoces. Se llama Ca'dzit ok,
el Dos Pies. A ese, cuando sea necesario, puedes enfren-
tarlo con astucia. Pero nunca lo busques.

—¿Es grande ese Ca'dzit ok? —le preguntó Balam.

—De tamaño, no —respondió su madre.

—Yo lo dominaré —afirmó él.

—No, hijo; no te acerques —insistió ella.

Por fin, una mañana, el pequeño Balam decidió ir en busca
de aventuras y, sin decirle nada a su madre, salió a correr
mundo.

Lo cierto es que sólo pensaba en aquel Ca'dzit ok, al que 
no conocía.

Caminando caminando, se encontró con un venado.

—¿Eres tú el Ca'dzit ok? —le preguntó.

—No —constestó el venado —yo procuro andar lejos de él y
no quiero encontrármelo.

—¡Eres un cobarde! —le dijo el tigre, y lo mató de un zar-
pazo.

Siguió su camino y, en un claro del bosque, se encontró 
con Kambul, el pájaro amarillo.

—¿Tú eres el Dos Pies? —lo interrogó.

—No —respondió Kambul—, no lo soy. ¿Para qué lo buscas?

—Para demostrarle que soy muy fuerte y que soy el rey de
la astucia —dijo Balam.

—Aléjate de él —insistió el pájaro—; no podrás vencerlo.

—Eres débil, Kambul —afirmó Balam, y de un zarpazo le dio
muerte.

Continuó andando y, como si estuviera señalado por su des-
tino, vio venir a otro animal. Era raro y parecía débil;
tanto, que tenía que protegerse con ropa y caminaba lenta-
mente, sin firmeza, porque usaba solamente dos de sus patas.

—¿Eres el Ca'dzit ok? —preguntó el tigrillo.

—Sí, Balam, yo soy.

Muy seguro de sí, el felino soltó la carcajada.

—¿Y es de ti de quien debo huir? Si de un manazo puedo 
acabar contigo.

Balam continuó diciendo:

—Eres tan débil que debes andar con ese tronco negro de pa-
paya para abrirte paso en el monte, tienes que cubrirte el
cuerpo para que no te hieran las espinas y ponerte cueros
en los pies para no lastimarte.

Y añadió:

—De todos modos te voy a matar. Pero voy a darte una última
oportunidad. Escoge la forma en que deseas morir.

—Eres valiente y presuntuoso —afirmó el Dos Pies—, pero 
acepto tu reto. Vamos a ponernos espalda con espalda y cami-
nemos diez pasos. Entonces nos damos la vuelta y atacamos.

—Bueno —dijo el tigre—, así tomo más impulso y caigo con más
fuerza sobre ti.

Entre el verdor límpido del campo, asomaron las cabezas de 
muchos animales, testigos del extraño duelo que iban a li-
brar Ca'dzit ok y Balam. A lo lejos, se escuchaba la alga-
rabía de los pájaros.


De espaldas, los duelistas iniciaron la marcha, y cada pa-
so resonaba sobre la tierra húmeda:

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y
diez.

Rápidamente, Balam se lanzó contra el Dos Pies y se encon-
tró con una bola de fuego y con la sensación de haber tro-
pezado con algo denso y caliente.

A pesar del humo producido por el disparo, se dio cuenta
de que aquel tronco de papaya era en realidad un rifle que
escupía bolas de fuego.

Sacando todas sus fuerzas, mal herido, huyó como alma que
lleva el viento.

Con él, fijas en su mente, iban las palabras de su madre:

—No te metas con el Ca'dzit ok.

Recopilador: Clara Mireya Chi Ac.
Comunidad: Nunkiní, Mpio. de Calkiní, Campeche.

sábado, 15 de febrero de 2014

Pulgarcito

Pulgarcito

En una aldea junto a un bosque, vivían, en la casita más humilde del pueblo, una familia de leñadores compuesta por los padres y siete hijos varones.
El menor de los siete hermanos era un niño tan bajito y esmirriado 
que todos le llamaban Pulgarcito, porque al nacer abultaba tan poco
como el dedo pulgar de su padre, pero aunque era pequeño en tamaño, 
era grande en astucia. La familia era muy pobre, muchas veces no tenían con qué
alimentarse y hubo un invierno especialmente crudo en que
hasta la leña escaseaba y, desesperados, los esposos decidieron
deshacerse de sus hijos.

Por la noche, los esposos esperaron a que
los niños se durmieran y después acordaron
que al día siguiente los llevarían al bosque
a por leña, los internarían dando vueltas para
que no supieran volver y los dejarían
abandonados.
Pero lo que los padres no sabían era que
Pulgarcito, pequeño y silencioso como un ratón, 
se había escondido 
en una esquina 
y lo había oído todo.
 El niño salió fuera 
y recogió un puñado de guijarros del jardín.
Después se fue a dormir.
Al día siguiente los padres les abandonaron como habían acordado. 
Los hermanitos, al verse solos, empezaron a llorar de miedo,
 pero Pulgarcito les dijo que no se preocuparan.
 En el camino de ida había ido dejando caer los guijarros
 para marcar el camino, de manera que siguiendo las piedrecitas,
 volvieron a encontrar el camino a casa. A los pocos días, los padres 
volvieron a discutir su abandono y de nuevo Pulgarcito
les escuchó, pero esta vez  la puerta estaba
cerrada y no pudo salir a recoger piedras.
A falta de piedras, fue dejando caer migas
del pan del desayuno, pero cuando intentó
encontrar el camino de regreso, los pájaros,
que también pasaban hambre en invierno,
se las habían comido. ¡Estaban perdidos!
A pesar de todo, Pulgarcito no se asustó.
Se subió a un árbol y a lo lejos vio el humo
que salía por la chimenea de una casita
y hacia allí guió a sus hermanos.
Les abrió la puerta una mujer que,
al verlos perdidos, exclamó:
-¡Pobres pequeños!, habéis venido a parar
al peor lugar del mundo, pues mi marido
es un ogro comeniños y está a punto
de llegar. Aun así, les dejó pasar para
que se calentaran frente a la chimenea.
Cuando el ogro volvió a casa, la mujer
escondió a los niños debajo de la mesa.
-¡Aquí huele a niño! -rugió el ogro,
y a continuación levantó el mantel
sorprendiendo dentro a los siete niños
que lloraban asustados.
-¡Menudo festín me voy a dar! -añadió
el ogro- ¡me los comeré ahora mismo!
-Espera -dijo su mujer para ganar tiempo-,
será mejor darles una buena cena para
que engorden y matarlos mañana, así
podrás invitar a tus amigos a la fiesta.
Así que encerraron a los niños en la despensa.
 En esa habitación guardaba
también el ogro siete ratas bien gordas
y atadas para que no se escaparan, por si
venían tiempos de escasez.
El ogro puso a los niños en una esquina y a las ratas en otra,
 pero Pulgarcito tuvo una idea: cambió de sitio a las ratas
 y puso a sus hermanos en el lugar donde habían estado ellas.
 Por la noche, el ogro estaba intranquilo pensando que los niños podían
escaparse, así que. bajó a la despensa con la intención de matarlos.
 Se dirigió a la esquina donde había dejado a los siete hermanitos,
 pero como estaba muy oscuro, no se dio cuenta de que en realidad estaba
degollando a las siete ratas. Después
se marchó a dormir. Cuando al día siguiente
la esposa abrió la despensa y se encontró
las ratas muertas, dejó escapar a los niños
fingiendo sufrir un desmayo.
 

El ogro se encolerizó al saberse engañado, pero no se rindió.
 Se calzó sus botas de siete
leguas y se puso a perseguir a los niños.
Éstos se escondieron en una gruta y cuando
el ogro llegó, cansado, se sentó a reposar
un poco. Mientras dormía, el astuto Pulgarcito
salió de su escondite, le quitó al ogro
las botas y se las calzó.
Después les dijo a sus hermanos que
se marcharan a casa, que ya no quedaba
lejos y se marchó de nuevo a la casa del
ogro, donde la buena mujer le abrió la puerta.
-A su marido le han asaltado unos bandidos
-dijo Pulgarcito-, me ha mandado venir
a pedir riquezas para pagar el rescate
y me ha dado sus botas para que llegara
más deprisa.

La esposa creyó sus palabras y le entregó todas las joyas
 y tesoros que el avaro ogro había acumulado durante años
 y Pulgarcito se marchó. Pulgarcito, regresó a su casa 
y sacó de la miseria a toda su familia. Con los años, 
se convirtió en el correo real, pues, incluso siendo tan pequeño,
 con las botas de siete leguas llevaba cartas y mensajes urgentes
 más rápido que un tiro de siete caballos. 

Los duendes y el zapatero

Los duendes y el zapatero

Había una vez un zapatero muy trabajador, pero tan pobre, como para que sólo le quedara cuero para hacer un único par de zapatos.
A pesar de todo, tenía la esperanza
de no quedar arruinado, pues una vez
terminados los zapatos, podría venderlos
y comprar más cuero para continuar con el negocio sin tener que cerrar la tienda.
De este modo, cortó el cuero
y lo dejó todo preparado por la noche para
coser un par de zapatos
a la mañana siguiente.
Pero cuando se levantó y entró en el taller para terminar el trabajo que tenía pendiente observó que los zapatos ya estaban terminados, Muy sorprendido, preguntó a su mujer si había sido ella la que los había cosido y, ante su negativa, trató de recordar si él mismo se había levantado en sueños para hacerlo, pero no. Era realmente un misterio, ¿quién podía haberlos cosido? Y, además, de qué manera, pues era el par de zapatos más bonitos,
elegantes y mejor
trabajados que había visto
jamás en su vida.
En cuanto los colocó en el escaparate de la
tienda se formó un corro alrededor. ¡Eran los
zapatos más preciosos que se vendían en
toda la ciudad y la población los admiraba!
Al poco rato, un hombre que por sus vestidos
y maneras parecía un aristócrata, entró en la
zapatería y ofreció una cantidad desmesurada
por el par de zapatos. El zapatero no podía
creer su suerte y se los vendió. Pero, además,
la alegría no iba a terminar allí, puesto que,
por deseo del adinerado cliente, se
comprometió a coser otro par más para
el día siguiente, pues el noble tenía dos hijas
y deseaba regalar uno a cada una. 
Efectivamente, el zapatero repitió la operación
y dejó la piel preparada en el taller por
la noche. De nuevo, los zapatos volvieron
a coserse de forma milagrosa y esta vez era
un par quizá más bonito todavía que el
anterior, por lo que el caballero pagó aún
más dinero y siguió encargándole zapatos.
En poco tiempo se había corrido la voz
de que era el mejor zapatero del reino
y su comercio se llenó de damas adineradas
y caprichosas que deseaban poseer uno
de sus famosos pares. De este modo,
el zapatero se enriqueció y comenzó
a tener amistad con las personas ricas
y nobles de la ciudad, que le invitaban
a sus fiestas.

El zapatero se compró una mansión y
comenzó a vivir con gran lujo junto
a su mujer y es que el negocio prosperaba
pues, todas las noches, los zapatos aparecían
cosidos y terminados y cada modelo era
más precioso que el anterior. Un día estaba
comiendo con su mujer cuando empezaron
a hablar del misterio.
-¡Cuánto me gustaría saber quién cose
los zapatos! -dijo el zapatero-, así podría
agradecérselo.
-Se me ocurre una idea -dijo la mujer-:
esta noche nos esconderemos en algún
rincón oscuro del taller y esperaremos
a ver si llega alguien.
Así lo hicieron. En cuanto se hizo de noche,
los esposos se escondieron tras unos
pesados cortinajes y esperaron en silencio.
Apenas había pasado ur\a hora, cuando
oyeron unos pequeños fluidos y con gran
sorpresa vieron aparecer dos hombrecitos
diminutos de largas orejas que iban desnudos.
Eran dos duendecillos due se pusieron
a saltar y a bailar de alegría al ver
el trabajo que tenían por delante.
En un santiamén cosieron un par
de zapatos preciosos y desaparecieron
de un modo igual de sigiloso y misterioso
que como habían aparecido.
Asombrados por lo que habían visto, los esposos se pusieron a comentarlo. -Me gustaría hablar con los duendes -dijo el zapatero-. Así podría decirles
 lo mucho
que les agradezco
sus favores, pero
tengo miedo de que
si me ven aparecer,
se asusten
y se marchen.
-Entonces -contestó
su mujer- ya sé lo que haremos. ¿No te has
fijado en que los pobrecillos iban desnudos?
¿Por qué no les haces unos zapatos a su
medida? Yo podría coserles unas repitas.
Se lo dejaremos todo en la mesa de trabajo
y así tendrán un regalo de agradecimiento
sin que se asusten al vernos.
De modo que cosieron las ropas
y los zapatos.
Por la noche dispusieron el trabajo como de costumbre y colocaron las pequeñas prendas y los zapatitos junto al material para coser. Después se escondieron otra
vez tras las cortinas. Los duendes
aparecieron a su hora habitual dando
saltos y cantando como siempre, pero
cuando vieron los regalos aún cantaron
más alto y bailaron con más alegría. Mientras
se ponían las ropas, recitaban:
Ahora que tenemos zapatos nosotros ¿Quién los coserá para otros?
Y una vez que estuvieron vestidos, se marcharon sin haber cosido los zapatos.
Los duendes no volvieron nunca más al taller ni a ayudar al zapatero por las noches, pero
él no les guardó rencor porque gracias a ellos se había hecho rico, era conocido en toda la comarca y tenía muchos encargos.
Y como había aprendido a hacer
los preciosos
modelos que cosían
los duendes, siguió
fabricando zapatos
maravillosos
y aumentando
su fortuna.